Amina era ciudadana de Larache, localidad norteña de Marruecos. Tenía dos opciones. Enterrarse en vida o acabar con una tortura asegurada por una de las mayores injusticias conocidas para ser humano: la agresión sexual. Por norma, esta serie de casos se ceban con las personas más vulnerables sin apenas opción para poder defender la parcela más íntima.
Dicha invasión se convierte en un terreno erosionado en el que la siembra siempre es inútil. Es tanto el daño generado que el nacimiento de sentimientos positivos queda anulado por los negativos. Recomponer un espíritu lesionado por la perversión más ruín conocida hasta la fecha no cuenta con una cura de sencilla aplicación.
Dicen algunas osadas teorías que optar por quitarse la vida «es un acto de cobardía». Resulta paradójico que ilustren esta serie de aseveraciones académicas o teológicas aquellos/as que desconocen, en muchas ocasiones, el por qué de una decisión tan drástica y ni siquiera tienen en su haber una mínima experiencia con la que poder argumentar su tesis vital… De momento, nadie ha resucitado para hacer una evaluación al respecto.
Es de suponer que cuando se determina traspasar la línea roja la desesperación ya lo ha inundado todo. No es extraño que una joven recién licenciada en la adolescencia evitase una tormenta crónica de irreparables consecuencias en su vida. Fue valiente de principio a fin. Su caso no es una excepción en una sociedad machista hasta lo más hondo de sus raíces. «El hombre es autónomo en sus actos. Y la mujer es una mercenaria del capricho masculino». Esas son las tácitas normas que planean sin el mas mínimo respiro para el papel de la mujer.
Paralelamente a los roles sociales: familia y hogar como un espacio impuesto sin apenas oportunidades para practicar la coparticipación de género, en los últimos años, la fuerza motriz en el campo laboral también ha experimentado una alta feminización. Lo que se traduce en un considerable incremento de las responsabilidades, ya de por si, asumidas silenciosamente por la mujer marroquí.
Amina sólo tenía 15 años cuando fue violada por un tal Mustafa. Tuvo la valentía, apoyada por su madre, de denunciar a su agresor ante la Fiscalía de Tánger. Hizo lo más difícil para una mujer en condiciones muy críticas: reconocer su agresión y buscar el castigo legal para su agresor.
Sin embargo, todo el sacrificio no se tradujo en una detención y posterior acusación. Al contrario. Recurriendo a las recias tradiciones propias de un estilo medieval, las dos familias pactaron un matrimonio de conveniencia para que él evitase el ingreso en prisión y la familia lograse limpiar el cuestionado «honor»…
En resumen, víctima y agresor conviviendo en unas decenas de metros cuadrados. Una nueva vida que, sin dudarlo, Amina se negó afrontar. Optó por tomar un veneno para ratas y apagar unas constantes vitales como remedio a su esclavismo social y cultural. Una determinación impropia a sus 16 años.
Una ingesta venenosa con apáticos efectos secundarios para una comunidad internacional obligada a condenar un nuevo caso de violencia machista, y vivir estremecida por unas horas. Pero, tal y como marca otra de las tradiciones, con el amanecer se impone el olvido colectivo por que «algunas cosas nunca cambian».
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