Nuevas generaciones en la solidaridad

Malala y Mazoun en un campo de refugiados

Dos mujeres imponen su liderazgo ante el mundo con el objetivo de buscar el punto exacto donde residen las oportunidades, el desarrollo, la igualdad y los derechos humanos. Es muy posible que la utopía, convertida en una seductora ideología, nunca llegue a materializarse del todo ante sus ojos; pero intentarlo, en sí, ya es un atractivo reto para mejorar las condiciones de miles y miles de personas asediadas por la pobreza.

Pasean agarradas de la mano por un campo de refugiados. Lo hacen con un gesto de complicidad imposible de disimular. Con paso firme, proyectan seguridad al mundo. Y sobre todo, una enorme convicción en sus actos. Malala y Mazoun reivindican justicia social en medio de la nada. Donde las familias tratan de rencontrarse con una vida desembarazada de violencia y muerte. En plena frontera entre Jordania y Siria.

Ambas están comprometidas en dotar de armamento educativo a los pueblos y  desmilitarizar a los países. La idea no es mala para la mayoría, aunque sí para una  minoría que sostiene que su bienestar depende de las desgracias ajenas. Aún así, volcar todas las inquietudes de su espíritu solidario en el trabajo social se ha convertido en la mejor receta para curar los posibles males que alcanzan, en especial, a los más pequeños.

Malala fue objeto de un asesinato frustrado por defender la educación universal en Pakistán a través de un blog. A tan sólo eso se limita su delito. En su país, las mentes más retrogradas y anacrónicas reservan para las futuras mujeres (hoy en día, niñas) un lugar de reclusión en la casa familiar con unos roles muy concretos y limitados. A partir de ahí, ser aceptada por emprender proyectos más allá del ámbito familiar puede suponer una cascada de problemas que, inclusive, se pueden pagar con la vida.

Por el contrario, Mazoun comenzó con su particular proyecto en un campo de refugiados. De forma intuitiva, cada mañana, recorre las tiendas de campaña con la misma recomendación para todas las familias: “La infancia debe estar en la escuela. El conocimiento y el saber es el mejor revulsivo contra la violencia armada”. El principal aval para un estado pacífico pasa por los pupitres de un aula. Esté donde esté. Y, esta joven activista se enfrenta a un escenario de 60.000 niños refugiados de la guerra de su país.

De la mano, gesto muy simbólico para los escépticos de la solidaridad, las dos recorren un campo indeseado. Un lugar donde la infancia sufre, padece y retrocede en oportunidades para desarrollarse con normalidad. Con las secuelas de una guerra en la mochila, sustituyendo a los habituales libros del colegio, conviven en un espacio impersonal, indefinido e interminable en el tiempo.

Pese a todo, ellas tratan de inyectar un poco de esperanza. No dudan expresar que la unión es la única que acaba dando sentido a la fuerza. Malala y Mazoun, jóvenes de piel y maduras de espíritu, manejan una variable con suma claridad: un profesor, una pizarra y un pupitre resulta insustituible para asegurar la buena convivencia en cualquier sociedad del futuro; ese lugar donde muchos queremos vivir mañana sin riesgo a caer en el abismo de la sinrazón humana, empujados por las nuevas generaciones.

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