Suma y sigue hacia el abismo

Es muy posible que las maquilas de las fábricas del textil en Marruecos no sepan, a día de hoy, que la marca Europea para la que producen prendas de ropa se han convertido en todo un referente del poderío económico. Inditex y Amancio Ortega lograban encabezar la lista de empresas y personas más ricas del planeta. Esta posición duro segundos hasta que las acciones de Bill Gates, de Microsoft, volvieron a crecer y desplazar al empresario gallego a la ‘deshonrosa’ segunda plaza: “Que pugna tan absurda cuando se tiene más de lo que necesitarían en cinco generaciones”.


Conocida esta historia de altos vuelos económicos vienen a la memoria aquellos dedos, manos y mujeres que, en el norte de Marruecos, se dedican en cuerpo y alma a la factoría. A tejer. A vestirme cada mañana a precios moderados. Lo hacen por que no tienen otra salida posible. Ya es sabido: o trabajas, sin tiempo para respirar, o te echan. No existe otra opción. Así está montado un sistema de esclavitud que controla vía remoto a sus socios del sur para que cumplan con el cometido de acelerar o no la cadena de producción, en función de la demanda de mercado. Mientras, desde los cómodos y acondicionados despachos de los ejecutivos, cuando son acusados de fomentar trabajo informal, que incumple los mínimos derechos fundamentales, resbalan la culpabilidad hacia las condiciones sociales y laborales del país dónde se encuentra deslocalizada la producción.

Son empleadas con una venda en los ojos que el propio mecanismo de contratación se encarga de proporcionarles: “si quieres llevar dinero a casa no preguntes y firma aquí”, esa es la habitual recomendación del patrón. En inumerables casos, las horas extras – que no son pocas – tampoco son abonadas como plus en el salario de final de mes. La ridícula cifra de 2000 dirhams (al cambio unos 200 euros o dólares) se convierte en un verdadero secuestro de la evolución personal de estas maquilas. De casa a la fábrica y viceversa. Y suma y sigue hacia el abismo de la incerteza.

Con otras compañeras, comparten viviendas de 20 metros cuadrados en las que no hay más oportunidad que vivir asfixiada diariamente. Mientras, a la otra orilla del Mar Mediterráneo, engordan y engordan las cuentas y acciones de las mayores empresas de textil del mundo. Y las instrucciones son muy claras: se debe continuar sumando a costa de no repartir. A costa de fomentar la opresión social. A costa de hurtar a un colectivo de trabajadoras un pocos de miles de dírhams con el fin de aumentar la cuenta de dividendos de los accionistas. El resto de obligaciones sociales son absolutamente prescindibles.

En algunos casos, los directivos de las firmas textiles sienten el temor de sufrir un deterioro de la imagen de la compañía ante la incisiva denuncia social por malas prácticas que padecen los países en vías de desarrollo. Es, entonces, cuando se orquesta una milimetrada campaña entorno a una producción aplicando criterios respetuosos con los Derechos Humanos y afines la conocida ‘Etiqueta Blanca’. Un compromiso que nace machado porque nada cambia. Las experiencias así lo atestiguan. La maquinaria de marketing no resuelve los problemas de pobreza e injusticia social pero si pasa la fregona por las oscuras conciencias de quienes no sienten, ni padecen, los perjuicios de sus despiadadas formas de entender una insolidaria distribución de la riqueza.

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