Cuando salí del infierno

No hubo piedad.  El terremoto sobre la ciudad de Managua,  en el año 1973, cimentó uno de los infiernos sociales y humanos más importantes de las últimas cuatro décadas. Allí residieron dos mil personas con la esperanza de colgar el gancho algún día; un inseparable utensilio con el que rebuscar entre los desechos alguna pieza de metal con la que poder sacar unos pocos córdobas (nombre de la moneda local).

El paso del huracán Mitch empeoraría la situación. Aquel lugar se había convertido en una degeneración de la dignidad humana. Hectáreas de escombros amontonados sin control. Toneladas y toneladas de materiales inservibles conformaban un desolador paisaje en el que la supervivencia se había convertido en la única opción. La mayoría construyó su infravivienda sobre el basurero haciendo de una extrema necesidad un modelo de vida.

El vertedero de la Chureca tardaría décadas en llamar la atención de la comunidad internacional. Mientras crecía el número de ‘Churequeros’, las posibilidades de invertir en las personas se demoraba año tras año. La capital nicaragüense pasó a ser uno de los diez lugares más indignos para el ser humano antes las paupérrimas condiciones de ese lugar donde crecía la basura al mismo ritmo que la pobreza de extrema de millares de personas.

Niños, mujeres y personas mayores también dominaban el gancho a la espera de obtener algo de latón valioso que vender esa misma mañana. Así, de esta forma, transcurrían los días para muchos menores que, según los informes del AECID, solo disponían de tres horas a la semana para estudiar y jugar. El resto se basaba en trabajar y ayudar a la familia en las labores más cotidianas.

Muchos pequeños nacieron en medio del vertedero sin pedirlo. Sus madres no tuvieron oportunidad de acudir a un centro hospitalario para dar a luz, y se decantaron por convertir ese inhóspito lugar en una improvisada maternidad. Una de esas niñas es Lucia. De tez morena, a juego con su color de pelo, sonríe y juega con su padre en la modesta casa del barrio de Acuhalinca, a orillas del Lago Xolotlán. Las condiciones han mejorado, sin discusión, después de que la cooperación internacional española invirtiese, en este proyecto, casi 40 millones de euros. Con este enorme esfuerzo económico se logró cambiar la fisionomía de la zona: el sellado del vertedero y la construcción de una colonia de casas permitieron a todas las personas que vivían en el basurero disponer de un lugar donde hacer una vida digna. A esto se sumó la construcción de una planta de tratamiento de desperdicios que dio empleo a un 80% de los ‘churequeros’ como salida laboral natural.

Este macro proyecto se propuso transformar un infierno en un espacio recuperado para el medio ambiente y las condiciones de las personas. Y lo consiguió. Una mañana, el incesante humo dejó de formar parte del cielo. El color negro dio paso al azul. Las continuas explosiones por gas metano, y el consiguiente riesgo, desapareció. Los niños dejaron de merodear, comer y jugar en medio de los escombros. Y la vida recobró la decencia necesaria para amistarse, de nuevo, con la esperanza.

Salir de aquellas irrespirables tinieblas sociales tuvieron un coste de cuarenta años. Fue precisa una verdadera determinación política en luchar contra la pobreza y habilitar una medidas que pasarán a la historia de la solidaridad humana. Aunque nadie niega que mereció la pena dejar sellado un futuro donde se encontraba enterrado el pasado.

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