La islamofobia ha venido para quedarse tras los últimos atentados de París y Túnez. Un problema social que no es nuevo aunque experimente un potente crecimiento en el conjunto de la Unión Europea. Desde hace unas semanas, ser creyente o seguidor del Islam está estigmatizado. Siempre lo estuvo. Pero, ahora, aún más.
Entre la confusión y el miedo se ha perdido el beneficio de la duda. ¡Usted cree!, ¡usted reza!, ¡usted es, entonces, un sospechoso terrorista! Automáticamente se procede a asociar una y otra idea que solo llama a ‘gritos’ a la discriminación y a futuros sucesos de rechazo a quien se declara abiertamente musulmán.
Resulta curiosa esta reacción colectiva con respecto a las personas procedentes de la región árabe. Cuando creíamos enterradas las grandes y hostiles diferencias que dejaron, en el pasado, las cruzadas; las luchas entre moros y cristianos, dedicamos ahora esfuerzos y talento a desenterrar esos absurdos sentimientos. Para darse cuenta de la magnitud del error por la que transitan las políticas europeas y algunas visiones miopes, solo es necesario darse una vuelta por países dónde la Mezquita forma parte del paisaje de cada villa, ciudad o pueblo. El trato y la tolerancia hacia quienes no atienden a la llamada del Imán es más que notable. Nadie suele juzgar a nadie por creer en una determinada religión. No pasa a pesar de la perversa manipulación. De hecho, no nos ha pasado.
Otra cosa bien distinta es trabajar en un laboratorio social para inventar un problema donde no la había. Agitar el explosivo cóctel del terror con la intención de hacerlo explotar cuanto antes, y a merced del dueño del invento. Utilizar la justificación del extremismo, con la consiguiente amenaza de atentados y muertes a países de occidente, para sembrar la discordia y la ruptura. Enfrentar a unos pueblos contra otros. Incentivar el odio como estrategia perfecta. ¡Que parezca todo un accidente!
Pero, que esto suceda no significa que la amplia comunidad islámica comparta la letal ideología de grupos violentos como ISIS o Al Quaeda. Este peligroso concepto contiene una alta dosis de marketing y propaganda con el fin de dividir y enfrentar interesadamente a dos mundos. A dos regiones. A dos realidades que, tal vez, solo busquen vivir bajo un clima de normalidad y sosiego, y no lo consigan.
¿Quién gana?, ¿cómo se llaman los vencedores de este nuevo invento? De momento, no tenemos claro cuantos Estados y empresas ven repercutidos sus intereses por esta serie de hechos. De lo que si estamos seguros es de conocer quien pierde, quien sufre, quien deja vivir con toda esta convulsión bélica transnacional. Son miles las personas atrapadas en un sin sentido mientras unos pocos señores se entretienen jugando a la guerra.