La grabadora de la era analógica (Cinta de casete) registró una paráfrasis que siempre ha estado presente en el frio arcón de los recuerdos; ese espacio donde nos empeñamos en conservar la vigencia de nuestra vida. “Estamos dejando atrás una etapa muy dura, aunque reconozco que perdemos un punto de romanticismo”, dijo aquel brillante facultativo, con el que el contacto sigue siendo fluido, en medio de una larga entrevista en su concurrida consulta.
En el pasado más reciente habían quedado los estériles esfuerzos de tratar a cientos de pacientes con AZT (Único abordaje terapéutico disponible) que tan solo arañaban meses de vida ante una inexorable caída libre de su sistema inmunitario.
En aquel encuentro entendimos la importancia de dos parámetros médicos asociados para familiarizarnos con la enfermedad desde el vértice científico: Los niveles de CD4 y la carga viral. Es decir, la fortaleza del sistema inmune y el número de copias del virus en sangre. Ambos resultan fundamentales para analizar y desmenuzar cualquier noticia relacionada con el campo sanitario.
Desde entonces, dedujimos que conocer o convivir con el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) no era lo mismo, ni siquiera parecido. Cabe recordar que tampoco coinciden las velocidades de la ciencia y la medicina en relación a los avances sociales. “Algo parecido a la actual Europa económica”.
En efecto, es posible conocer de forma vasta la historia y evolución de una pandemia, con un punto de partida común localizado en la década de los años 80, y desconocer profundamente cuál es el día de a día de los afectados en diversos puntos del planeta. Los niveles de discriminación difieren en función del contexto social, condición sexual o género…
Nadie cuestiona que la información es un elemento de extrema relevancia para prevenir con precisión futuros contagios, y frenar así la propagación del virus. En este sentido, según el último informe de UNAIDS (ONUSIDA), el pasado año 2010, se registraron 2,7 millones (2,4 millones–2,9 millones) de nuevas infecciones por el VIH, que incluye una cifra estimada de 390.000 (340.000–450.000) niños. Esto representa un 15% menos que en 2001, y un 21% por debajo del número de nuevas infecciones en el nivel máximo de la epidemia en 1997.
Pero, el mayor de los atrasos sigue presente en el plano social: Aún, persiste un atronador silencio, a modo de tabú, impuesto por una sociedad de prejuicios ante esta enfermedad.
Al parecer, las sensibilidades y atenciones al portador “son solo cosa de familia”. Poco más allá se puede viajar con esta circunstancia en maleta vital. Y menos mostrarla con normalidad en el primer control aeroportuario. Más bien, incurrir en esa clase de actitudes, sigue estando considerado como una absoluta temeridad. Toda una condena insalvable en el terreno de la sociabilidad.
Padres que han retirado a sus pequeños del centro educativo al tener conocimiento de la existencia de un caso entre los niños/as que cursan el ciclo de Preescolar o Primaria. Empresarios que despiden de forma improcedente a empleados por aportar a sus defensas entre tres y cuatro pastillas al día. Relaciones sentimentales que se rompen fruto de la ignorancia por miedo a caer en las garras de “no sé qué” o culturas donde portar el virus es sinónimo de ‘una maldición espiritual enviada por los dioses’.
Todavía, cohabitan cínicos comportamientoss que oscilan entre el dislate y la incoherencia en una fingida sociedad inclusiva. Compleja fórmula que deriva en una atroz intolerancia y la práctica de una supervivencia de papel bajo la alargada sombra del estigma.
La desesperada lucha supera ya los treinta años. Y mientras un desconocido e inteligente agente microscópico mantiene una incesante escalada a los primeros puestos de las amenazas mundiales, el Virus de la Incomprensión Humana ‘to be continued’…