Juan Carlos López ha salido del anonimato con una carta sobre su tartamudez. La presentó escrita a bolígrafo, en un papel de cuadriculas perforado para guardarlo en el típico archivador de anillas. Con una imperfecta caligrafía, rebosante de ternura infantil, demuestra que nada de lo dicho es fingido. Directo y sin rodeos presume de padres, de amigos, de compañeros de clase porque sus dificultades para expresarse no suponen una barrera para recibir cariño, comprensión y apoyo. Denuncia que “los que se chulean, suelen (siempre son) los de la ESO”. Tiene claro que en la indiferencia encuentra a la mejor aliada: “Pero a mí me sale por un oído y me entra por otro”, dice.
De esta forma, tan impropia para su edad, dio un paso al frente. Se atrevió a hacer lo que muchos piensan y no son capaces cuando la amenaza del acoso y el aislamiento comienza a nublar los días. Se hizo inmenso. Creció sin quererlo, a sus diez años, para gritar a la sociedad que la diversidad funcional es tan digna como humana. Que las limitaciones de cada uno pueden convertirse en virtudes y no en defectos. Para ello, se parapeta en una aplastante normalidad obviando a quienes discriminan por ser diferente.
En su texto se desmarca, de todo y de todos, al admitir: “me gusta mi tartamudez”. Además, reconoce que solo le pasa cuando está algo nervioso; una repetida situación que tampoco le produce vértigo. A la que no teme porque aprecia. Aunque nunca pierde la esperanza que algún día su comunicación verbal mejore y apela a la paciencia y al paso del tiempo en manos de expertos.
Ante tal seguridad, cualquier intento de ofensa queda diluido en nada; en una acción sin los resultados deseados. En una somera ridiculez ante esos malignos grupos de la comunidad escolar que esperan ansiosos la llegada de la humillación para divertirse. Casualmente, en este caso particular, se evidencia que las palabras han cobrado más poder que los hechos. Que la actitud del empoderamiento ante una determinada situación no siempre tiene porque ofrecernos un triste final. Por una vez, la integración logró eclipsar a la nociva exclusión.
Y no sé por qué (o sí), hoy, el sol ha brillado un poco más que ayer.