No es necesario tener un alto nivel de humanidad para presentar un sentimiento (la psicología más básica lo define como la parte más subjetiva de las emociones) de impotencia, dolor o tristeza. La oportunidad para defenderse se escondió en el lugar más furtivo; tal y como hacen la mayoría de las personas vulnerables ante el fuego amigo y enemigo, atrapadas en un infame conflicto.
Una bala y un arma de precisión fueron utilizadas para apagar la inocencia e ingenuidad de una pequeña que jugueteaba, como todas las niñas de su edad, en el salón de la casa de sus padres en Aleppo (Siria). Un proyectil atravesaba, haciendo añicos el cristal para anunciar su llegada, una soleada ventana hasta detenerse en el menudo cuerpo de Rena. En ese instante el juego de la vida se apaga de una forma tan fortuita como cruel. Las constantes vitales deciden detenerse eternamente sin ofrecer una mínima opción a la medicina de urgencia. Sucedió tan rápido que su madre no tuvo tiempo para besarla, por última vez, en la mejilla donde una desalmada bala penetraba con un celo enfermizo.
Rena se limitó a emitir un sollozo desesperado que navegaba entre el susto y la desesperación. La confusión, por unos segundos, dio paso a una quietud sepulcral. El revoloteo e infantil enredo, habitual en una niña de cuatro años, cedió a un silencio atronador ante la incisiva incomprensión de los allí presentes; testigos de una de las escenas más cruentas que vomita una guerra que encubre un negocio más de la industria armamentística.
La desgracia cobra un poder dictatorial. Las mujeres no pueden trasladar aquel cuerpo vacío de vitalidad al hospital más próximo porque tienen prohibido salir a la calle sin la ‘debida’ compañía masculina. Los que vivieron el salvaje hecho apuntan a un francotirador aficionado a apretar el gatillo para saciar un temible instinto asesino.
Una niña perece por las nefastas decisiones de quienes deberían cederle el testigo generacional; convertida en el objetivo telescópico de un comercio bañado en sangre, ahí donde se encuentre. Y mientras, en el exterior, las declaraciones políticas solo se limitan a un protocolo diplomático internacional de condena, sin efecto ante las acciones de aquellos que viven desnudos de humanidad y persisten en cargar sus armas con la misión de abatir los inocentes movimientos de un niño jugando con su propia sombra o persiguiendo un pelota (medio desinflada) por estar incluidos en el irracional directorio de las grandes amenazas de los cimientos del estado.
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Lo ocurrido, y lo que todavía ocurre, solo ratifica el estado actual de la esencia del ser humano: Arrodillado ante una desalmada e inagotable codicia económica, a medio camino entre la involución y el retroceso social…