La expresión de la pobreza tiene muchas caras y muy diversas. A menudo, suele confundirse con la falta de recursos básicos; sin embargo, cualquier carencia puede tener las raíces hundidas en uno de los principales males de la humanidad que, de momento, se resiste a resolver con determinación.
Estos días, en un rincón del mundo llamado Galicia, el fuego ha sido uno de los grandes aliados de la pobreza. Uno de esos que no fallan. De los que cumplen con su cometido: destruir, devastar y calcinar todo signo de vida que se cruce a su paso. No tiene clemencia. Desconoce el concepto de la segunda oportunidad. Ahí donde prende la ruina está asegurada. Tiene por costumbre cambiar el tinte de los paisajes, el verde recorre toda la gama de colores hasta convertirse en un negro indeleble. Sobre todo para la memoria ecológica. Deberán pasar años (en el mejor de los casos) o incluso décadas para recuperar una riqueza que se devaluó, en cuestión de minutos, por el implacable efecto de las llamas.
Lo más triste es que también esta clase de pobreza tiene una autoría muy definida: el hombre. La intencionalidad, fuera de toda duda, se encuentra detrás de la mayoría de los incendios que tanto España como Portugal han soportado durante este mes de octubre. Un mes del almanaque que será inolvidable para miles de personas amenazadas de muerte por la proximidad del fuego a su espacio de confort; ese imaginario lugar en el que celebramos nuestro día a día. En el que nos realizamos. Y en el que configuramos el modelo de la existencia. Se trata de un campo, de fronteras virtuales, donde tratamos de darle sentido a la vida. A veces con más y otras con menos fortuna. Hasta ese punto de intimidad intentó llegar el fuego. Buscó el despiadado camino de la violación vital. En algunos casos lo logró y en otros se quedó a las puertas a la espera de una nueva oportunidad. En sus lesivas pretensiones segó la existencia de especies de un incalculable valor medioambiental. De esas que forman parte de una insustituible cadena ecológica en la que ocupamos el último eslabón. Vamos, en ese punto donde por norma se suele romper con más frecuencia por la acción o inacción.
El ser humano reclama e incluye entre sus derechos fundamentales residir en un medio ambiente de calidad como garantía de bienestar de vida para las presentes y las futuras generaciones. Pero, se olvida que para exigir unos derechos existen unas ineludibles obligaciones como preservar un patrimonio natural que desaparece a la misma velocidad que un fuego calcina un monte. Desgraciadamente, ya hemos aprendido a medir en miles de hectáreas para evaluar, en fríos datos, los daños de un incendio. Aunque, lo más doloroso de todo esto es que, desde hoy, somos más pobres que ayer y todavía no hemos caído en la cuenta. Es posible que cuando ya no quede nada quemar seamos conscientes.
Quizás, ¡demasiado tarde!