
En las últimas horas, un valiente marinero de la Ría de Pontevedra nadó una hora y media tras el naufragio de su barco (Nuevo Marco), al colisionar con una batea en medio de la oscura madrugada. Un despiste, después de una noche de faena, llevó al fondo del mar a tres de los cinco tripulantes del pesquero. Para salvarse retó al frío y al viento. Emprendió una peligrosa travesía abrazado al flotador de la vida. En cada brazada la esperanza ampliaba la musculatura; en cada metro el renacer estaba más cerca. Y todo a base de un sufrimiento extremo, extenuante. Llegó a una pequeña playa de la costa, tras cruzar las profundas aguas de la incertidumbre, con la meta de pisar tierra y pedir ayuda para sus compañeros, entre ellos su padre. Pero, desgraciadamente, mientras él braceaba las constantes vitales de tres de ellos se apagarían por las bajas temperaturas. La temida hipotermia no respetaría el deseo de que aquello acabase siendo un mal recuerdo sin mayores consecuencias. Se impuso y cumplió con su amenaza. Y, a las puertas de casa, dieron el último aliento de vida sin poder despedirse de los suyos. Una crueldad que solo avivó el triste recuerdo de quienes pasan por la misma situación en el mar cuando tratan de huir de la guerra y la pobreza de sus países. De seres humanos que optan por la travesía de la vida como última alternativa en la antesala de la muerte.