Cuando llegas a vieja en El Salvador
Era una mujer esculpida a base de pronunciadas arrugas por el paso del tiempo, por la complejas experiencias vividas, por la historia de un país que transitó a lo largo de una década desde una guerra hasta sumergirse, en la actualidad, en escenarios de violencia protagonizados por las temidas ‘maras’. Bernabeba transmitía con su mirada el dolor de la indiferencia y la exclusión social a la que había sido condenada. De la que era prisionera a sus más de 80 años.
Tras invertir la mejor parte de su existencia en construir una sociedad más próspera para hijos y nietos recibe ahora la fría respuesta de la indiferencia. Por no decir, la inexistencia. Ser o hacerse mayor en un país como El Salvador supone perder la consideración colectiva. Abonarse a la invisibilidad eterna. Es decir, nada nuevo.
Convertirse en abuela o abuelo en un lugar acechado por una descontrolada tasa de natalidad tampoco resulta de gran ayuda cuando se exigen derechos legítimos: que las madres de la guerra soliciten apoyo a los suyos y a su gobierno para luchar contra la pobreza más extrema no suena a un capricho generacional. Más bien a todo lo contrario. Se trata de una llamada de auxilio de alguien que se ahoga, cada amanecer, un poco más en el pozo de la indigencia. Pero, de momento, no hay una leve hueco entre las prioridades sociales para los mayores.
Todavía, en el recuerdo, con elevada nitidez, la jornada que convivimos con Bernabeba en su humilde rincón. Aquel mediodía nos esperaba a las puertas de la ‘champa’ (infravivienda muy habitual de la región) con deseos de recibir visita. El cielo estaba legañoso, con un cierto pesar, como intuyendo que íbamos a ser testigos directos de una triste historia. Y no se equivocó. En el corto paseo por la estancias del interior descubrimos que ante las penurias de la vida se puede resistir de muy diversas maneras. Aquella no tenía precedentes para nosotros. Sin apenas, nada; nuestra anfitriona demostraba que dormir, comer o descansar se podía hacer con una dignidad infinita. Por momentos, teníamos la sensación de estar en un palacio ubicado en una modesta comunidad el Bajo Lempa, en el municipio de Tecoluca.
De vez en cuando, por nuestros pies se cruzaba un animal de corral buscando el pequeño y desordenado patio de tierra. Allí, también nos sentamos y conversamos, interesados por su situación. Una realidad de aplastante injusticia no solo social sino de memoria histórica. Quienes libraron al país de la opresión de un gobierno compuesto por militares ahora padecían la dictadura del ostracismo y las carencias de un sistema que olvida, aparca y desatiende a sus mayores. Un comportamiento que se replica en no pocas culturas del mundo.
Bernabeba lloraba por dentro mientras sonreía por fuera al confesarnos que sus ideales revolucionarios seguían intactos, casi indestructibles, a pesar del maltrato que recibía de las generaciones posteriores. Aseguraba que la edificación del futuro, en la que participó desde la guerra hasta la época democrática, no contemplaba unas desigualdades tan acentuadas. Lamentaba al comprobar que ex guerrilleras como ella habían sido fruto del actual olvido de la sociedad y de la clase política mientras disfrutan de los logros conquistados con incontables sacrificios y generosidad de muchas personas. En ese instante tuvimos claro que la distancia geográfica no evita que la ingratitud y la injusticia humana se replique igual o de la misma manera en países desarrollados que en países empobrecidos. Quizás, sea una cuestión de especie.