Transistor verde

¿Es posible la vida sin radio?

Conocí de su existencia a muy temprana edad. Siendo un niño escondía un pequeño transistor verde en la cama para escuchar canciones y unas voces muy cálidas en unos tiempos en los que acceder a la música, de manera gratuita, sin coste alguno, solo era posible a través de ella. Disfrutaba como nadie de unas emisiones que nacieron en la Onda Media (AM) y alcanzaron la mayoría de edad en la Frecuencia Modulada (FM). A día de hoy, resulta imposible olvidar el modesto diseño de aquel receptor que se convirtió, para siempre, en el mejor regalo de mi abuela materna. Nada superó a un sencillo aparato que llegó a casa tras un viaje a las Islas Canarias, en tiempos en los que todo era más barato por la exención de impuestos.

Solo tenía permiso paterno para utilizar ese maravilloso y, a su vez, enigmático invento llamado radio durante unas horas diurnas. Después, muy a mí pesar, había que dejarlo visible en una estantería de fantásticos libros también de acceso tasado. Pero, la desobediencia, propia de un niño de siete años, me empujaba a romper las reglas y ocultar el transistor, con el volumen al mínimo, bajo una almohada que fue cómplice de todo aquello a lo largo de la infancia. No era difícil que el sueño ganase la batalla y aquel viejo aparato quedase encendido durante toda la noche. Cuando eso sucedía (para mí desgracia) se agotaba la carga de las pilas y suponía tener que esperar, con extrema impaciencia, a la paga del fin de semana para comprar unas nuevas. Sin su compañía, los días y las noches pasaban más despacio. No eran iguales. Faltaba algo similar al oxígeno para respirar. Todo era distinto ante el yugo del silencio.

Debo confesar que la radio ha sido una de mis mejores y más fieles amigas durante la niñez, una excelente compañera en la subversiva adolescencia y, posteriormente, un medio que esculpió para siempre mi existencia.  Un  altavoz imprescindible para oír, con nitidez, los latidos y el sentir de la vida. Un amplificador de la realidad que nos rodea a diario. Con ella, a su lado, crecí y me hice mayor. Aprendí a ser un oyente. Y un buen día recibí su invitación de llenar un micrófono de frases y palabras con cierto sentido; de convertirme en una de sus voces, en un compañero para muchas personas que conforman una comunidad llamada audiencia. Desde entonces, esa propuesta me condenó felizmente de por vida a residir profesionalmente en la radio. Una privilegiada estancia convertida en un dulce sueño del que nunca deseas despertarte. O quizás sí, para admirar las historias que cuentan otros compañeros y compañeras y envidiar los matices de sus voces.

Medio de comunicación resistente

Fue sentenciada a muerte en muchas ocasiones y nunca pereció. En varias ocasiones se oyó el vaticinio de su extinción ante los avances tecnológicos y no solo resistió sino que supo reinventarse. Lo hizo esquivando las amenazas a base de adaptarse a los nuevos tiempos: primero fue la TV; a continuación, el vídeo, y más tarde, la eclosión de internet. Ninguno certificó su fallecimiento. Todas las esquelas, que anunciaban un entierro inminente, acabaron en un recóndito cajón. Así es ella: indestructible. Lo certifica cada mañana, tarde y noche.

Dicen los maestros que la radio es longeva. Por una vez, discrepo con ellos: yo pienso que es eterna. Del mismo modo que el inalterable recuerdo de mi primer transistor de color verde.

 

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