Huellas imborrables
La catástrofe de Lampedusa puso en evidencia a una Unión Europea en la aplicación de políticas humanitarias y, sobre todo, relativas a los flujos migratorios.
Ha pasado un año desde el hundimiento de aquella endiablada barcaza en la que perecieron centenares de seres humanos por la falta de un rescate oficial en aguas internacionales de Italia. Ese lamentable y reprobable episodio despertó las vergüenzas de una comunidad internacional aburguesada con el cumplimiento de los derechos humanos.
Lo más curioso es que pateras cargadas de personas (madres, padres, abuelos, niños, jóvenes, adultos) buscan la esperanza de toparse con una vida mejor acondicionada. Un espacio de desarrollo humano donde el riesgo a morir no sea constante. Donde la pobreza sea una historia del pasado, y no del presente.
La isla de Lampedusa ha pasado a la memoria colectiva como ese lugar donde los inmigrantes chocan con la injusticia de dos mundos; o lo que es peor, con la fría indiferencia de un conjunto de sociedades que suelen velar por intereses internos sin reparar en los externos.
Tener fronteras naturales o artificiales tiene estás desagradables e inasumibles consecuencias de comprobar, día sí y día también, como miles de almas buscan burlar unas barreras que definen las desigualdades entre una parte y otra del mundo. Aunque, eso signifique dejarse la vida en ello dejando huellas imborrables por el camino.