Huellas imborrables

La catástrofe de Lampedusa puso en evidencia a una Unión Europea en la aplicación de políticas humanitarias y, sobre todo, relativas a los flujos migratorios.
Ha pasado un año desde el hundimiento de aquella endiablada barcaza en la que perecieron centenares de seres humanos por la falta de un rescate oficial en aguas internacionales de Italia. Ese lamentable y reprobable episodio despertó las vergüenzas de una comunidad internacional aburguesada con el cumplimiento de los derechos humanos.

Lo más curioso es que pateras cargadas de personas (madres, padres, abuelos, niños,  jóvenes,  adultos) buscan la esperanza de toparse con una vida mejor acondicionada. Un espacio de desarrollo humano donde el riesgo a morir no sea constante. Donde la pobreza sea una historia del pasado, y no del presente.

La isla de Lampedusa ha pasado a la memoria colectiva como ese lugar donde los inmigrantes chocan con la injusticia de dos mundos; o lo que es peor, con la fría indiferencia de un conjunto de sociedades que suelen velar por intereses internos sin reparar en los externos.

Tener fronteras naturales o artificiales tiene estás desagradables e inasumibles consecuencias de comprobar, día sí y día también, como miles de almas buscan burlar unas barreras que definen las desigualdades entre una parte y otra del mundo. Aunque, eso signifique dejarse la vida en ello dejando huellas imborrables por el camino.

La pócima mágica

Padecer una enfermedad en cualquier país de África no reviste una suculenta rentabilidad para los intereses de la industria farmacéutica. Lo que sí parece interesante es crear la alarma necesaria para que las regiones de Occidente, las más desarrolladas, sientan la sombra de la amenaza sobre su salud pública. Solo la posibilidad de que un virus como el Ébola cruce las fronteras supone un motivo suficiente para invertir el dinero que sea necesario, con tal de detener un desafío sanitario de imprevisibles consecuencias.

Ejemplos reales de estas características ya se vivieron con una gripe aviar cuando movilizó incontables recursos preventivos ante un incorrecto diagnóstico de la Organización Mundial de la Salud (OMS). Por aquel entonces, la alarma saltaba en las regiones de Ásia. Pero, resultó ser un negocio perfecto para la industria y sus inversores. Las acciones se revalorizaron a un nivel nunca pensado en los parques financieros.

En esta ocasión, la vacuna contra el agente vírico del Ébola no está. Y si está, es uno de esos secretos confidenciales de una empresa del sector que, de momento, no conviene desvelar. A la espera de sacar la ‘pócima mágica’ en el momento adecuado, velando más por los intereses económicos que humanos y sanitarios; cada día, mueren cientos de personas en lugares del continente negro donde el valor de la vida se encuentra devaluado, no sabe por qué razón.

Mientras tanto, el resto del mundo asume, como algo normal y hasta lógico, que un liberiano o un nigeriano fallezca ante la extensión de una epidemia por el mero hecho de residir en el epicentro de la amenaza. Con un suspiro de compasión o lamento lejano se resuelve un problema que es algo más que la clásica división entre países del norte y el sur.

La muerte del padre Miguel Pajares ha puesto de manifiesto que las enfermedades desconocen las fronteras territoriales. Y eso no deja de ser una buena fórmula para propagar el miedo y, por tanto, incentivar la investigación y el desarrollo de una futura vacuna en sector farmacéutico. Pero, lamentablemente, este planteamiento solo se suele dar cuando el problema pone en peligro la existencia de ese tercio del planeta que tiene los recursos necesarios como para sufragar la compra de vacunas.

El resto del mundo sigue empotrándose contra la incomprensión y las vallas de los pasos fronterizos como Ceuta o Melilla.

Nuevas generaciones en la solidaridad

Dos mujeres imponen su liderazgo ante el mundo con el objetivo de buscar el punto exacto donde residen las oportunidades, el desarrollo, la igualdad y los derechos humanos. Es muy posible que la utopía, convertida en una seductora ideología, nunca llegue a materializarse del todo ante sus ojos; pero intentarlo, en sí, ya es un atractivo reto para mejorar las condiciones de miles y miles de personas asediadas por la pobreza.

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Oscar a la sensibilización social

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La dura realidad de los más pequeños y pequeñas, que acaban siendo captados para las milicias o ejércitos, ha llegado a adquirir una trascendencia inimaginable. La entrega de los premios cinematográficos de los Oscars contemplan el cortometraje “Aquel no era yo”, escrito y dirigido por el español Esteban Crespo,  como una de las producciones de referencia en la gran pantalla.

En el proyecto, el autor y director no ha estado solo. Todo lo contrario. Las organizaciones Aboal, Amnistía Internacional, Save the Children o Entreculturas se han convertido en los principales avales de este montaje audiovisual. Inmersos en el continente africano, en países como Sierra Leona, encontramos una ruda situación para el desarrollo personal de las futuras generaciones.

Paula y Kaney son dos personajes -un niño soldado africano y una mujer española- que podrían no tener nada en común pero que llegarán a unir sus vidas irremediablemente a través de un disparo. En un puesto fronterizo, Paula y Kaney se encuentran y ése será el punto de partida de una dramática historia, en un escenario de miedo, v iolencia, y redención.

Una vez captados la salida no parece fácil. En ello trabajan las ONG’s que persiguen el objetivo de prevenir antes que lamentar. Aunque, en muchas ocasiones, se ven obligadas a paliar los efectos de los niños y niñas que ya ha empuñado un fusil, sin saber muy bien por qué.

Aterrizar y pisar la alfombra  del Teatro Kodak, ubicado en Hollywood, en el ecuador de Los Ángeles, California, se ha convertido en una verdadera hazaña para quienes creen firmemente en la denuncia de las injusticias y la vulneración de los derechos humanos.

Aquí y ahora lo tenemos muy claro a la hora de emitir nuestro modesto voto: Oscar para la sensibilización social.