En resumen, tanto socialistas como populares metieron la tijera en un compromiso irrenunciable. Intocable. Los obscenos dispendios debían encontrar pagadores. Y esos proveedores de recursos no han sido otros que los beneficiarios de los proyectos y programas que la cooperación al desarrollo, ejecutados en diferentes contextos para luchar contra la pobreza y combatir la exclusión social.
Los casos de corrupción, en una y otra formación política, encontraron un bendito colchón donde descansar para reparar las vías de agua que, económicamente, han provocado los casos de malversación de fondos públicos: el presupuesto general de AECID – Agencia Española de Cooperación Internacional – ha sufrido una merma sin precedentes.
Y si ha actuado con esa ligereza y sencillez porque nunca habrá colectivos de beneficiarios manifestándose para reivindicar lo que les corresponde. Se trata tan solo de una medida insolidaria, que no impopular, y con eso es más que suficiente para salvar la cuadratura de las malogradas cuentas.
Escalada de recortes que han caído por el mismo lado. Una y otra vez, resolver problemas económicos solo ha tenido la misma solución: disminución de recursos en el ámbito social y en las políticas de solidaridad. De forma continuada. Sin descanso. Presupuesto tras presupuesto con el mismo mensaje: primero aquí y después allá. Pero, al llegar a este punto, también hemos descubierto que una cosa ni la otra. La ausencia de políticas sociales ha sido absoluta. Y la poda del presupuesto, dedicado a este fin, no se detiene.
Lo más probable es que España necesite décadas para recuperar posiciones de referencia como país donante en el mapa internacional. Y lo más seguro es que el cortoplacismo político lo dilate en el tiempo. Aunque, de lo que estamos seguros es que tanto aquí como allá la lucha contra la pobreza se libra con una única fórmula: compromisos, recursos y regularidad. Un tres en raya, a día de hoy, inalcanzable en una España y Europa con la mirada desenfocada por completo.